*Raúl Esparza... te la debía maestro
Como todos los grandes Raúl era humilde en su trato y sereno en su mirada. Su amable sonrisa, su andar cuidadoso y asertivo, nos tendía la mano para recorrer con pasión el universo de sus trazos. Como buen lagunero, su naturaleza le impedía aceptar los encorcetados límites que seguido nos intenta imponer la realidad. Nunca se arredró ante las innumerables desventuras ni permitió que el desánimo coloreara sus lienzos, mucho menos su plática.
Cual Quijote del desierto empuñó sus pinceles para presentar épica batalla ante los demonios que nublan el entendimiento. Su agudo semblante de raigambre ancestral sabía discernir la luz fijando su vista en la entraña del color. Acariciaba la forma, la descomponía, la reinventaba mientras la mente le asignaba las tonalidades que su alma limpia y esforzada juzgaba preciso.
Envuelto en un torbellino creativo, se aplicaba a tallar la tela con los pigmentos necesarios evitando con su entrega el inquieto paso del tiempo. Daba dos pasos hacia atrás para captar la perspectiva y en un acto privado de piedad, viendo que lo hecho estaba bien, bendecía su trabajo con la grafía de su nombre.
Su obra voló libre hacia los cuatro puntos cardinales olvidando muchas veces compensar con metálico el esfuerzo del artista.
No hay duda; su obra era de él y su obra era él. Para ser original no es preciso inventar lenguajes o acuñar vocablos inverosímiles. Para ser original, auténtico, tan sólo hay que ser congruente, de una pieza con la vibración de tus células conectadas a la transparencia del aire y dejarse llevar por la reverberación del viento escaldado ante la implacable bendición del Sol.
Raúl Esparza no se esforzó por ser único o diferente, no tenía tiempo ni energía para frivolidades, él tan solo tenía un mandato estético por cumplir y ese se lo dictaba su corazón al que fue siempre fiel.
Somos infinitamente más ricos por haber convivido con el maestro. Su obra nos ennoblece los sentidos y su recuerdo nos aviva la nostalgia por un tiempo en el que la decencia era norma y la generosidad no se calculaba, cuando la sonrisa, pícara eso sí, se regalaba sin hacer cuentas.
Raúl Esparza navegó por nuestros desiertos poniéndo su nombre a la utopía cromática de sus desvelos.
Con humilde y asertiva grandeza, acarició el barro y plasmó el universo en el Templo de la Encarnación. Infinidad de paredes atestiguan que es posible, muy posible, que un hombre camine por nuestras calles con la sencilla encomienda de entregar la vida en esforzada peregrinación buscando tan solo promover el bien, acariciar la verdad y entregarse a la belleza.
Te la debía maestro, te la debía...