*La tragicomedia del poder: Sheinbaum, la heredera obediente

Dejó de ser drama para convertirse en tragicomedia. Y como buena obra de teatro, ya tuvimos el primer acto: el Mesías de Macuspana, con su tono profético, sus giras interminables y sus mañaneras con aroma a liturgia populista. Ahora nos toca el segundo acto: la continuidad encarnada en Claudia Sheinbaum, la presidenta que no necesitó construir un liderazgo propio porque fue elegida por el dedo sagrado de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) o, para ser más exactos, fue premiada por su obediencia incondicional.

No ha dejado de repetir, con entusiasmo robótico, las líneas del guion escrito en Palacio Nacional: “no mentir, no robar, no traicionar” … aunque alrededor se multipliquen los casos de corrupción, la impunidad campee como si fuera virtud republicana y el realismo mágico presupuestal se imponga sobre cualquier criterio técnico o racional.

Sheinbaum llegó a la presidencia no como símbolo de cambio, sino como símbolo de garantía: garantía de que nada cambiará del obradorismo. No ganó por su carisma ni por su capacidad de conectar con el pueblo (su tono de voz sigue sin despertar ni a un burócrata con insomnio). Ganó porque supo jugar el papel de heredera obediente y se cuidó de no tener una sola idea que se desvíe de las escrituras de la 4T.

Su campaña fue, en el mejor de los casos, una prolongación del culto. No hubo debate, sino catequesis. No hubo propuesta, sino repetición. No hubo confrontación de ideas, sino fidelidad de mantra. Camina sobre el carril seguro del continuismo, donde cualquier desviación del libreto equivale a una blasfemia política.

Y ahora, desde la silla presidencial, no gobierna: administra el legado de otro, con un cuidado que raya en la sumisión, el machismo del que tantas feministas reniegan le dio la “oportunidad” de llegar al poder. No se atreve a corregir a López, aunque haya dejado al país polarizado, militarizado y plagado de elefantes blancos.

Porque más que presidenta, parece albacea del obradorato. Una figura instalada en el poder para proteger los caprichos de su antecesor… no para ejercer el suyo.

En sus primeros meses, casi todo es continuidad estética y simbólica: las giras, los discursos, las referencias constantes al líder ausente que, paradójicamente, nunca se va. El obradorismo no terminó: simplemente se maquilló de modernidad con una bata blanca de laboratorio.

Pero el fondo sigue siendo el mismo aunque ya menos abrazos, siguen los enemigos imaginarios por todas partes, periodistas señalados como criminales, instituciones debilitadas y una fe ciega en que la voluntad presidencial (o ex presidencial) basta para resolverlo todo.

Claudia sigue actuando como candidata, no como mandataria. En lugar de presentar un proyecto propio, agradece la confianza del líder, como si no supiera que ya ganó. O quizás lo sabe, pero también sabe que no fue gracias a ella. Que el voto fue por el “proyecto”, por el “movimiento”, por el “hombre”.

Lo peor es que muchos ciudadanos lo celebran. “¡Es histórica!”, dicen. Y claro que lo es. Pero lo que debería ser un momento de ruptura con el pasado —una mujer en la presidencia, con una formación científica, una oportunidad de oro para innovar en el ejercicio del poder— se convirtió en la confirmación de que el poder no se hereda con libertad, sino con obediencia.

Es como si la historia nos diera una lección con ironía cruel: por fin tenemos a una mujer presidenta, pero no para transformar, sino para conservar intacto el molde que le dejaron. Y el molde no es menor: es un estilo de gobierno personalista, autorreferencial, con tintes de culto y completamente hostil a cualquier forma de crítica o disenso.

¿Se atreverá algún día a romper con el molde, a decir: “esto no funcionó”? ¿Se atreverá a tocar una obra faraónica inútil, un programa clientelar, una política fallida de seguridad? No lo parece. Porque hasta ahora, su presidencia es más eco que voz. Más museo que gobierno. Más archivo que agenda.

Lo que está en juego no es solo su estilo de “gobernar”, sino el futuro de la democracia mexicana. Porque cuando la figura presidencial se convierte en curadora de un legado, y no en constructora de un porvenir, el país entra en una especie de tiempo suspendido. Un sexenio de continuidad sin creatividad, de administración sin imaginación, de gobierno sin gobierno.

Y lo más preocupante es la narrativa que lo envuelve todo. El viejo discurso de “el pueblo sabio” ha sido reciclado como dogma, como escudo y como espada. Todo se hace “por el bien del pueblo”. Pero en la narrativa de la 4T, el pueblo solo existe cuando aplaude. El resto —los que critican, exigen, o simplemente no se tragan el show— son, como decía el patrón: conservadores, neoliberales, corruptos o vendidos.

Así, en lugar de abrir espacios para una ciudadanía crítica y participativa, se afianzan mecanismos de lealtad ciega. La lealtad como virtud suprema. La obediencia como camino al poder. El silencio como estrategia de supervivencia política.

Bienvenidos a la era Sheinbaum: la continuidad sin creatividad, el gobierno de la fotocopia, la presidencia de la fidelidad eterna. Quizá algún día descubra que ser presidenta implica gobernar, no custodiar un legado. Quizá algún día entienda que el liderazgo no se construye con obediencia, sino con visión. Que la autoridad no proviene del dedo que te eligió, sino de la capacidad de tomar decisiones propias, aunque sean impopulares.

Mientras tanto, el obradorismo sigue vivo… con nueva vocera, pero los mismos aplausos de siempre. La única diferencia es que ahora se repiten con acento neutro y vocabulario académico, como si eso bastara para disfrazar el continuismo de novedad.

En México, la lealtad al líder siempre paga. Aunque el país no. Y al final, lo que queda es esta tragicomedia nacional donde los protagonistas cambian de nombre, pero el libreto sigue igual. Un país que aplaude el cambio, pero vota por la repetición. Que celebra la historia, pero teme escribir una nueva.

Sheinbaum tiene la oportunidad —única, histórica, irrepetible— de demostrar que puede ser más que una sombra obediente. Que puede romper con la lógica del culto, del control, de la subordinación.

Que puede ser presidenta en serio. Pero para eso hace falta algo más que títulos académicos y frases aprendidas: hace falta carácter.

Y hasta ahora, lo que hemos visto es una mujer en el poder que aún no se atreve a ejercerlo. Que administra la herencia con pulcritud técnica, pero sin alma política. Que representa una causa sin haberla cuestionado nunca. Que repite un credo sin haber escrito una línea propia.

Pero lo más inquietante es que, además de obedecer sin reservas a su antecesor, Claudia Sheinbaum parece estar inclinando la cabeza ante otro amo: Donald Trump. Sí, el mismo que durante su primer mandato agitó el discurso antimexicano, militarizó la frontera y utilizó a México como muro migratorio de facto.

Ante él, Sheinbaum no solo guarda silencio, sino que da señales de alineación. Con tal de complacerlo —y evitarse fricciones con Washington—, comienza a dejar atrás algunas de las máximas que le impuso López Obrador, como la defensa férrea de la soberanía, la política de no intervención y la retórica de dignidad frente a potencias extranjeras.

Así, mientras conserva el libreto de la 4T en el ámbito doméstico, en la arena internacional actúa con una docilidad preocupante. Lealtad doble, pero autonomía ninguna.

La tragicomedia continúa. El telón no ha caído. Y el tercer acto —ese donde una líder se afirma, se define y se atreve a desobedecer— seguramente no tardará en comenzar.

¡Hasta la próxima!

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