*Un domingo con Anacleto
Recuerdo una parte del libro “Rebelión en la granja” de George Orwell. “Entonces las ovejas volvieron con su incansable valido de ‘¡Cuatro patas si, dos pies no!’, que se extendió durante casi un cuarto de hora y terminó con cualquier intento de objeción…
En ese instante, como obedeciendo a una señal, las ovejas ensayaron su tremendo balido ‘¡Cuatro patas si, dos patas mejor! ¡Cuatro patas si, dos patas mejor! ¡Cuatro patas si, dos patas mejor! ¡Cuatro patas si, dos patas mejor!’ El cántico se extendió sin interrupción durante cinco minutos.
Y cuando las ovejas dejaron de gritar ya la ocasión de realizar una protesta se había perdido porque los cerdos entraron en la casa”.
Espero, guste y tenga un efecto multiplicador el siguiente cuento literario de mi autoría, que escribí hace tiempo y que por ser Día del Padre surgió la nostalgia y el romanticismo, comparto lo siguiente como una forma de devolverle al pueblo parte de mis estudios universitarios gratuitos que tienen un sentido social, para algunos es místico y no “politiquería”:
Siempre recuerdo senderos, sendas que serpentean en medio de un campo abierto, lleno de árboles y arbustos perdiéndose en tramos de espesa ramada.
En un sendero se arrastra lentamente un asno cargado de costales, a veces de leña, flaco, con un hocico liso, a la distancia parece semejante rostro al dueño, que con voces a gritos y amenazas camina y saca la punta de la lengua, por el cansancio se queda en un mismo sitio y lanza un breve quejido de dolor por los golpes que recibe con una vara de abeto, el viaje se hace más penoso.
Es el asno de Anacleto en el cual viaja para vender su mercancía por los pueblos de los alrededores, y los domingos viaja sentado a horcajadas en el lomo del asno, con las piernas que se tambalean colgadas hasta el suelo.
No importa el tiempo, a veces loco, días largos o cortos, en fríos o calores, con vientos amenazantes o tranquilos hasta la caricia, en la calma o en la tormenta siempre los veía juntos.
Caminando acompañados por el lodo, arriba de las hojas muertas o el viento, les servía de calzado.
En heladas o en calores, la piel se les partía, grietas surgían en sus cuerpos donde el sudor corría en surcos o el frío denso y fluido los partía en pedazos; pero cada amanecer es dicha y alegría en el campo no se acuerdan del ayer, al aparecer el sol, la alegría se reflejaba.
Después de una semana de trabajo, los domingos, Anacleto se la pasaba en compañía de sus hijos. Vivía en un paraje llano y amplio, teniendo a ambos lados bosques de altos álamos.
Bandadas de pájaros, recorren la atmósfera fresca, con ruido estrépito, reunidos van de un lado a otro.
Algunos se detienen un instante a descansar en una rama, y dejan oír su canción. Mientras descansa Anacleto y su asno, sin hacer trabajo alguno.
Hasta que el sol desciende de las copas de los árboles allá en el rojo horizonte, y sombras cada vez más densas, más espesas, caen sucesivamente: velas prendidas de noche brillan cual estrellas a través de todas las ventanas de la vivienda de Anacleto, reflejando sobre la tierra fajas doradas de luz.
En la noche no se ve un alma en ellas; salvo el ladrido de un perro, el ruido de las ramas o el aullido de un coyote o una muchacha enamorada que busca la luna en la soledad, o se refugia en la oscuridad.
Excepto, a veces, la de alguien que llama en busca de la muchacha, el balido de una cabra o el llanto de un bebe, no se oye ninguna voz, sólo el rumor y los ruidos de la noche.
Anacleto, en su errante peregrinación de todos los días es, por así decirlo, una criatura contrahecha, encorvado, sombrío, sucio, deshecho.
Empero, llegado a su casa, es el dueño y señor, un rey, el hombre importante; por eso los domingos se baña con esmero, se quita la mugre y endereza los huesos. Ahora tiene otro aspecto.
Se ha enriquecido con una nueva alma, de categoría superior, a pesar de vivir en una pequeña casa, baja, miserable, sin un patio, sin un solar, sin un árbol, sin una planta; una casita desnuda, no pintada por afuera, desprovista de adornos. Pero, por la noche, esa pobre casita se transforma en un castillo encantado. Una singular armonía flota allí adentro.
Realmente, es como si en cada rincón reposara la paciencia y la tranquilidad, el calor de hogar. Mientras una amada mujer e hijos, bañados, ataviados, esperan la cena, prestando atención al menor ruido de afuera.
De pronto, la puerta se abre. Una ráfaga fría penetra en la habitación, apaga las velas, están en la oscuridad, pero no hay gritos ni se espantan, están acostumbrados a ella, y esperan que Anacleto encienda las velas, mientras permanecen en rededor de la mesa, y todos se recrean en la oscuridad.
*Profesor de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales,
Universidad Nacional Autónoma de México