Inédito e histórico acontecimiento

En un hecho histórico, y por demás inédito, el presidente Andrés Manuel López Obrador salió del Senado de la República con la medalla “Belisario Domínguez” en sus manos para guardarla por la eternidad en su escritorio, sin tener merecimientos para ello.

Esto, porque Rosario Ibarra de Piedra, ejemplar mujer que fue elegida por esta 64 legislatura para recibir tan emotivo galardón, anunció pública y abiertamente que dejaba en manos del presidente la custodia de tan preciado reconocimiento y que se la devolviera junto con la verdad de lo que ocurrió a su hijo desaparecido hace más de cuarenta años en la Ciudad de México.

Al evento de premiación no acudió doña Rosario, por una enfermedad que padece, pero asistieron en su representación sus dos hijas, y una de ellas, Claudia, leyó el documento que escribió y que a la letra dice:

buenos días.

Señor presidente Andrés Manuel López Obrador.

Senadores y senadoras.

Compañeras del Comité Eureka, que aquí se encuentran presentes.

Compañeros, amigos y camaradas.

Señoras y señores:

Por más de cuatro décadas, el Comité Eureka ha transitado azorado de terror oficial, sintiendo el dolor de saber cautivos y torturados a nuestros seres queridos. Recibiendo como tremendas bofetadas en la cara, la palabra hueca, la declaración engañosa o el discurso falso.

El mal Gobierno mexicano, transgrediendo todas las leyes, privó de su libertad, de su dignidad y de justicia a nuestros familiares, los desaparecidos políticos.

La violencia alcanzó a nuestras familias completas, arrasó con poblados enteros, donde se detuvo a todos los hombres y mujeres viejos, a los que la casualidad los llevó a portar el mismo apellido de los insurrectos que eran buscados y perseguidos.

Atestó los caminos de solados y retenes, donde también se hicieron cientos de detenciones injustas de gente inocente.

Llenó de presos políticos las cárceles de todo el país. En las ciudades, las hordas de la dirección general de seguridad y la brigada blanca, allanaban los domicilios, saqueando y golpeando a sus moradores y deteniendo cualquiera.

Las cámaras de tortura de los campos militares, las bases navales y aéreas, y en todos los centros clandestinos de detención, se tiñeron de sangre y retumbaban con los alaridos de dolor de las víctimas.

Mi adorado esposo, firme soporte de mi vida, fue torturado viviendo en carne propia lo que le esperaba a todo aquel que era detenido.

Los poderosos del sistema, los empresarios cómplices, sostén de estos malos gobiernos, prestaban sus ranchos para que nuestros desaparecidos también ahí fueran llevados a martirizar.

Esta es la única y controvertible verdad.

Compañeras nuestras, como Conchita García y Corral, Elodia García de Gámiz, Alicia Hernández de Vargas, Delia Duarte y Alicia Gutiérrez; antes de unirse a nuestro Comité para seguir buscando a sus hijos desaparecidos, tuvieron que pasar por el martirio de recoger los cuerpos destrozados por la tortura o la metralla de otros de sus hijos.

Doña Guillermina Moreno, tan pequeña y tan valiente, se unió a nosotros después del asesinato de su hijo, y permaneció a nuestro lado buscando a los hijos de otras, hasta el día en que como las demás, la debilidad y el agotamiento físico o la enfermedad, ya no las dejaron continuar.

Estos señores del poder quisieron borrar todo rastro de sublevación o rebeldía, pero no pudieron. Siempre queda algo, siempre hay alguien que prosigue por la brecha para seguir abriendo los caminos.

Nosotros entonces, supimos que no podíamos buscar a los nuestros sin pelear también sus batallas. Teníamos los mismos motivos y las mismas justas razones para hacerlo.

No tomamos las armas que defienden o hieren los cuerpos, pero usamos en su lugar, todo lo que pudimos y tuvimos a nuestro alcance para arremeter contra las consciencias, para sacudirlas, para indignarlas, para marcarlas con la impronta de la rebelión contra la injusticia.

Ellas, y todos los queridos y añorados compañeros que murieron esperando saber de los suyos, y a la justicia que nunca llegó, están en mis recuerdos, gritando junto a mí por nuestros hijos y familiares, increpando y señalando a quienes se los llevaron, tomaron la Catedral o San Hipólito, o la Secretaría de Gobernación o los recintos Legislativos; en las huelgas de hambre o haciendo plantones en las puertas de los campos militares y en los pasos fronterizos.

Marchando con los movimientos estudiantiles, campesinos o indígenas; volanteando afuera de las fábricas; visitando los salones de clases en las universidades; crucificándonos en El Zócalo o con el rostro cubierto encadenándonos en El Ángel de la Independencia.

Visitando las cárceles en todo el país, boteando para poder tener recursos para los volantes y los carteles y los costosos desplegados. Incitando por todos los medios posibles, a las organizaciones políticas, campesinas o sindicales, para que incluyeran entre sus demandas principales la presentación con vida de los desaparecidos políticos; y llamándolos también a la unidad para defendernos todos, con un frente nacional contra la represión.

Acudiendo a las instancias internacionales defensoras de los derechos humanos, para hacerles ver que aquí en México no sólo éramos las víctimas de un gobierno represor; sino que también éramos las víctimas de la simulación que provocaba la incredulidad y la desconfianza para nuestras denuncias.

O reclamando en más de una docena de veces a la ONU por su complicidad con los gobiernos en turno, cociendo o pegando las fotografías en las mantas o poniéndoles cordones para colgarlas de nuestros pechos, o reunidas y planificando qué más podríamos hacer para convencer a la población de luchar contra la desaparición forzada, conviviendo y disfrutando y hasta riendo en esos momentos tan preciados y tan íntimos, o uniendo nuestra lucha a la lucha de Latinoamérica, hermanadas por ser víctimas por el mismo crimen; enfrentando y denunciando lo que en un inicio era sólo sospecha y después supimos con certeza que la desaparición forzada de los nuestros no fueron abusos o excesos de la autoridad, sino que era algo más profundo y terrible que venía del poder, con toda su perversidad siniestra y que lleva el nombre de terrorismo de Estado.

Todas estas imágenes aparecen vivas en mi memoria y siguen siendo el basamento indestructible, los pilares fundamentales que nos sostienen a quienes quedamos, para seguir adelante, manteniendo siempre nuestra convicción inquebrantable e intransigente, de no aceptar nada a cambio por nuestros hijos y familiares.

Ellos, los nuestros, se sublevaron como todo revolucionario con su espíritu revolucionario, que intenta cambiar las cosas.

Vieron la lucha armada como única respuesta a un régimen represivo, brutal y autoritario, cerrado al diálogo, emponzoñado de soberbia y con las manos bañadas de sangre.

Se enfrentaron en una guerra iniciada por el Estado Mexicano que, con toda su fuerza descomunal acometió contra ellos y contra todo lo que, desde su obtuso parecer, significara una amenaza para la estabilidad de su nefasto gobierno.

La impunidad absoluta de este aparato represor y de sus creadores, ha permitido que hasta nuestros días se siga cometiendo la desaparición forzada y se continúa arrojando lodo y agravio a nuestros familiares desaparecidos y a su lucha, que sólo fue la continuidad de otras luchas emancipadoras y origen de la nuestra, la del Comité Eureka, que estamos aquí para arrancar de raíz el agravio, para limpiar ese lodo y para seguir luchando por la vida y su libertad, como siempre, con todo el espíritu y una voluntad indómita.

Hemos querido ser un frente portador de vida, porque amamos a nuestros desaparecidos. Nunca hemos estado en disyuntivas en su búsqueda; nunca hemos pensado en su muerte. Son seres de carne y hueso y no personajes de novelas, buenas o malas, ni figuras de otras manifestaciones literarias que habrán de escribirse, ni nombres en una lista, ni imágenes fotográficas, ni sustento para que falsas ONGS se hagan de fama o de recursos económicos, y sobre todo, no son parte de una historia pasada, que es falso que nos haya marcado a todos por igual.

El puñal clavado tan profundamente por los malos gobiernos, tal vez sea retirado, pero la herida abierta sólo dejará de sangrar cuando sepamos dónde están los nuestros, y aun así quedará por siempre una cicatriz indeleble que nos recordará lo sufrido y que no permitirá que nuestra conciencia se aquiete mientras haya injusticia.

Ellos, nuestros amados, a los que buscamos afanosamente sin detener nunca el paso, no fueron bandoleros ni se lanzaron a la aventura, ni fueron terroristas; fueron hombres y mujeres que, nos guste o no, estemos de acuerdo o no con ellos o aprobemos o no la opción seguida en su camino, fueron privados de su libertad, sustraídos de la sociedad y de sus familias, con toda la violencia que un Gobierno puede ejercer, y recluidos en cárceles clandestinas, tanto en instalaciones gubernamentales como fuera de ellas; en donde, en una total indefensión, quedaron en manos de los más sanguinarios torturadores, despojándolos no sólo de su libertad sino también del amparo de la justicia o de las leyes que fueron violadas con toda flagrancia por quienes estaban obligados a cumplirlas.

La ferocidad de la desaparición forzada, llega y afecta a cada miembro de la familia.

Ayer mismo, uno de mis nietos me expresó, desde el fondo de su ser, sus sentimientos acumulados desde su infancia, y que hoy que ya es adulto puede decirlo sin ambages, lo que provoca que mi dolor sea más agudo, pues me di cuenta de que su juventud y vida han estado siempre marcadas por la tristeza y la desolación.

Me dijo:

“Abuela, qué bien que muchas personas estén felices por ese galardón tan importante que te van a entregar, aunque de sobra sé que desde que estoy junto a ti, que esto está muy lejos de ser lo que tú siempre has buscado.

Sé, abuela, que lo único que quieres es saber de tu hijo, al igual que todas las demás familias quieren saber de los suyos, pero quiero que sepas que he vivido muy enojado y hoy estoy lleno de rabia e indignación, porque sé que llevan más de 40 años luchando y esperando para que las cosas cambiaran y para que un gobierno justo llegara y buscara junto con ustedes a sus hijos, padres y hermanos, y que por fin terminaran con esa angustia que tanto las agobia y que he visto cómo poco a poco ha aniquilado su existencia”.

¿Y qué ha pasado? Más de un año de ese Gobierno, que creyeron firmemente que sería el añorado y con el cual no habría ningún obstáculo que salvar o acuerdo que negociar, como en antaño, y no ha sido así.

La justa ira de mi nieto es el resultado de saber que las familias de Eureka, hoy seguimos igual que hace tantos años, recibiendo escarnio y burla de los funcionarios.

La libertad de nuestros hijos y familiares, la justicia, la dignidad del pueblo y la paz, siempre han sido nuestras metas, claras, diáfanas, esplendorosas y que no admiten matices o esfuminos.

Esta presea, que lleva el nombre de un gran revolucionario, Don Belisario Domínguez, y con la cual hoy me honran, trae consigo un gran parto moral ineludible para mi conciencia, y que me alienta aún más a continuar luchando para liberar a esa justicia que fue amordazada y llevada a una cárcel clandestina hace ya tantos años.

Señor presidente Andrés Manuel López Obrador, querido y respetado amigo:

No permitas que la violencia y la perversidad de los gobiernos anteriores siga acechando y actuando desde las tinieblas de la impunidad y la ignominia, no quiero que mi lucha quede inconclusa.

Es por eso que dejo en tus manos la custodia, tan preciado reconocimiento, y te pido que me la devuelvas junto con la verdad sobre el paradero de nuestros queridos y añorados hijos y familiares, y con la certeza de que la justicia anhelada por fin los ha cubierto con su velo protector.

Mientras la vida me lo permita, seguiré en mi empeño hasta encontrarlo.

¡Vivos los llevaron, vivos los queremos!: Rosario Ibarra.

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