Por Maritza Félix

ARIZONA, Hispanic L. A.- Evelyn tiene más cicatrices en los brazos que cumpleaños celebrados. Se corta profundo y seguido. Sus manos responden a los demonios de su mente; intenta calmar con dolor físico el que le carcome el alma. Tiene traumas, muchos: la atormentan la pobreza, el pasado, la familia, su ilegalidad y la separación de su madre… sí, eso fue lo peor, cuando se llevaron a Érika.

Detención

La mexicana fue detenida en una parada de tráfico en Phoenix en 2018. No la amonestaron; la esposaron y la encerraron a pesar de que no iba manejando; le fue peor por ser una pasajera indocumentada que volvía del trabajo. Pasó dos meses encerrada en Eloy con otras madres migrantes que comenzaban a formar la cadena de familias separadas en la administración Trump. Érika hacía once años que había cruzado la frontera, pero ahí estaba con ellas, las recién llegadas, las que se empezaban a maldecir por haberse atrevido a venir: las madres de brazos vacíos.

La familia

Las centroamericanas le preguntaban cómo era afuera, cómo había llegado, qué hacía, por qué la detuvieron, cómo eran sus hijos y quién los cuidaba… aquí se desmoronaba. ¿Quién los está cuidando? ¿Dónde están? ¿Pensarían que los había abandonado? ¡No, no, no, Diosito!

De sus tres hijos, Evelyn fue la que más resintió su ausencia. Para la adolescente, la primera noche sin noticias fue insoportable; la segunda, peor… y así fueron pasando más y más sin una mamá en casa. Poco después se enteró que Érika estaba en detención. ¡Está viva!, se consoló. Pero era tarde; nadie podría borrarle la tortura de la separación.

Los tres menores se quedaron sin casa, sin pertenencias ni comida; se convirtieron en huérfanos del sistema y Evelyn comenzó a autoflagelarse para sobrevivir a la miseria.

Érika sabía que su detención significaba un jaque mate para su familia migrante que parecía vivir siempre en la cuerda floja, con el alma en un hilo y el cliché que acarrea la incertidumbre real. Pensó que de Eloy se iría a México. Pero un día, mientras le trenzaba el cabello a otra de esas madres desesperadas que no sabían dónde estaban sus hijos, le dijeron que alguien había pagado su fianza. Se podía ir. Dio gracias y le cruzó por la cabeza pensar que los milagros sí existen. Luego le llegó la culpa… Yo me voy ¿y ellas? Hizo promesas que sabía que no podría cumplir.

Se alejó del centro de detención pensando en su reflejo, ese que vio en los rostros de las mujeres que llegaban una tras otra sin saber de sus hijos. A ellas se los habían arrancado de los brazos para dárselos a sabe quien; los suyos, al menos, no tuvieron que quemarse en ese infierno. Pero cambió una pesadilla por otra. La vida no le alcanzaría para pagar la fianza emocional de estar lejos de los suyos.

No es la única

Un reporte independiente de PHR, una organización de médicos por los Derechos Humanos califica la política de “cero tolerancia” como una tortura real en las familias migrantes que fueron forzadas a separarse. Los estragos en la salud mental explican los especialistas, podrían ser permanentes.

Y es que no basta con una reunificación para hacer borrón y cuenta nueva. Muchas de las familias migrantes son obligadas a revivir el trauma para demostrarle al gobierno estadounidense que son merecedoras de un asilo; y siguen sufriendo en silencio por que el no vociferar es su manera de suplicarle a la sociedad que no las deporten. Pero lo hacen así: rotas, descompuestas, heridas, con el corazón sangrando y el trauma de haber tenido unos brazos vacíos, de haber mojado una cama ajena, de haber maldecido al que les dijo que jamás se volverían a ver. Eso no se olvida, no a Evelyn y sus brazos marcados por las ganas de acabarlo todo de unavez… y hay muchas Evelyn camufladas con otros nombres.

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