*Zedillo, Sheinbaum y la memoria selectiva del poder

En México, el pasado nunca es pasado. Se recicla, se manipula, se usa como arma en los discursos y, como en estos días quedó claro, también sirve para encubrir vergüenzas propias mientras se apuntan ajenas. Ernesto Zedillo, expresidente que alguna vez juró no volver a intervenir en la política mexicana, decidió salir de su cómodo exilio intelectual para dictar cátedra desde el extranjero.

No sobre economía global, ni sobre educación o cambio climático, temas donde quizás podría aportar. ¡No! Esta vez, desde la altura moral que se autoasigna, vino a advertirnos que México, durante el gobierno de Claudia Sheinbaum, se va en picada.

Zedillo calificó la Reforma Judicial como el inicio de la destrucción de la democracia mexicana. Dijo que había sido aprobada con “graves violaciones a la Constitución” y que Sheinbaum no asume sus responsabilidades como presidenta. La acusó de seguir ciegamente una “obra demagógica” heredada de López Obrador, y de estar facilitando, con su tibieza, el desmantelamiento del Estado de Derecho.

El hombre que convirtió deuda privada en deuda pública a espaldas de los ciudadanos pontifica sobre la legalidad, la democracia y la responsabilidad institucional. El mismo que firmó el Fobaproa y dejó a generaciones de mexicanos pagando el rescate bancario más cínico de nuestra historia, ahora se erige como defensor de la república.

La presidenta de México no tardó en responder. Lo hizo con tono sarcástico, como suele hacerlo cuando intenta, sin lograrlo, ridiculizar la crítica sin bajarse al terreno del argumento: “¿De qué se acabó la democracia, todo porque el pueblo va a elegir a la Corte? Ese es el argumento.

Como el pueblo va a elegir a la Corte, la presidenta es autoritaria”. Una frase efectiva, sí, pero superficial. Porque tras la ironía se esconde una verdad incómoda: la Reforma Judicial puede ser profundamente popular, pero no por ello está exenta de riesgos. Y el debate sobre la elección de ministros por voto directo merece más que burlas.

Pero Sheinbaum no se quedó ahí. Decidió contraatacar donde más duele: el Fobaproa. Acusó a Zedillo de haber hipotecado a México para salvar a los poderosos, y exigió transparencia sobre la pensión vitalicia que recibe el expresidente. Un golpe que resonó con fuerza porque si hay algo que aún enoja a millones de mexicanos es ese obsceno acuerdo entre gobierno y banqueros, disfrazado de estabilidad económica.

Lo inquietante no es la memoria de Sheinbaum, sino su uso selectivo. Porque mientras denuncia —con toda razón— el atraco del Fobaproa, olvida mencionar que varios de los protagonistas de aquella infamia hoy militan en Movimiento de Regeneración Nacional (Morena). Patricia Armendáriz, que defendió al sistema financiero con uñas y dientes durante los años negros del rescate bancario, es diputada de Morena. Arturo Zaldívar, que en su carrera temprana tuvo vínculos evidentes con ese mismo aparato jurídico que legitimó el desfalco, ahora es su asesor estrella. Altagracia Gómez Sierra, heredera de una élite que se benefició ampliamente del modelo neoliberal, es hoy su aliada económica. Ignacio Mier Velazco que en 1998, como diputado del Partido Revolucionario Institucional (PRI), votó a favor de la creación del Instituto para la Protección al Ahorro Bancario (IPAB), que legalizó el Fobaproa, actualmente es el coordinador del Grupo Parlamentario de Morena en la Cámara de Diputados y ha sido señalado por su participación en la aprobación del rescate bancario, y Miguel Ángel Navarro Quintero que fue diputado federal por el PRI en 1998 y aprobó el Fobaproa, posteriormente se unió a Morena y actualmente es gobernador de Nayarit. 

¿Dónde está la ruptura con el viejo régimen que tanto pregonan? ¿Cómo pueden seguir usando el Fobaproa como símbolo del abuso neoliberal mientras sus propios cuadros pasaron por esa puerta giratoria entre poder político y empresarial?

El discurso oficialista está plagado de contradicciones. Se habla de justicia social mientras se blindan megaproyectos con el Ejército. Se exige austeridad mientras se otorgan contratos millonarios sin licitación.

Y se habla de combate a la corrupción mientras el Tren Maya, uno de los proyectos insignia de la 4T acumula miles de millones de pesos en sobrecostos y opacidad en su ejecución, según la Auditoría Superior de la Federación. Se defiende la democracia mientras se dinamitan contrapesos institucionales. Y ahora, se clama por la limpieza histórica mientras se protege a quienes participaron del saqueo del pasado.

¿Con qué cara Zedillo viene a hablar de democracia? Su gobierno convirtió el rescate bancario en una losa generacional y reprimió luchas sociales, defendió a criminales de cuello blanco y continuó con la opacidad del viejo PRI maquillado de modernidad. Su silencio durante dos décadas fue cómodo: se lucró de su figura internacional mientras México pagaba los intereses de sus decisiones. Que ahora pretenda ser el paladín de la legalidad resulta insultante.

Pero Sheinbaum no puede construir su legitimidad únicamente con base en contrastes. Gobernar no es sólo señalar lo que se hizo mal antes, también es responder por lo que se hace mal ahora.

Durante su gestión como jefa de Gobierno de la Ciudad de México, la Línea 12 del Metro colapsó dejando 26 muertos; y pese a la indignación pública, el gobierno capitalino —encabezado entonces por la hoy presidenta— evitó que las investigaciones tocaran fondo con sanciones ejemplares.

Si realmente quiere marcar diferencia necesita mirar a su alrededor y asumir que su proyecto, aunque popular, no está exento de vicios heredados ni de contradicciones internas. No basta con acusar al pasado: hay que rendir cuentas del presente.

Lo que estamos presenciando es una riña entre dos visiones del país, es un momento crucial para definir qué entendemos por democracia. ¿Es democracia permitir que el pueblo elija a los ministros de la Corte, aunque eso implique riesgos de populismo judicial o es democracia mantener intactas las instituciones que históricamente han operado de espaldas a la mayoría?

Zedillo representa un modelo donde la eficiencia técnica era la justificación del poder. Sheinbaum encarna uno donde la legitimidad emana directamente del voto popular. Ninguno de los dos modelos está exento de defectos, pero lo que está en juego es el derecho a construir una nueva institucionalidad con participación ciudadana real, sin olvidar las lecciones —ni los errores— del pasado.

La historia, como la política, no perdona las contradicciones. Y esta vez, ambas partes tendrán que rendir cuentas no solo ante el pueblo, sino ante la verdad.

¡Hasta la próxima!

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