*La incapacidad del gobierno mexicano para negociar sin ceder soberanía
El reciente diálogo vía telefónica entre la presidenta de México, Claudia Sheinbaum, y el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, pone de manifiesto una realidad preocupante: la imposibilidad del gobierno actual de negociar acuerdos sin sacrificar parte de su soberanía.
En el episodio en que se evitó la aplicación de un arancel del 25% a las exportaciones mexicanas, una turba lambiscona, comandada, entre otros, por el arrastrado y doble cara de Marcelo Ebrard y el tibio Juan Ramón de la Fuente, Secretario de Economía y de Relaciones Exteriores respectivamente, evidenció que lo que se presentó como una victoria diplomática fue, en realidad, el resultado de una maniobra que obligó a México a conceder una prórroga a cambio de, entre otras cosas, reforzar su frontera norte con 10,000 elementos de la Guardia Nacional para combatir el tráfico de fentanilo y evitar el paso de inmigrantes hacia Estados Unidos.
El acuerdo en cuestión no es un triunfo comercial, sino un síntoma de una dependencia estructural en la política exterior mexicana. La administración actual está en una posición (¿Por qué será?) en la que cualquier diálogo con Estados Unidos implica concesiones que afectan la autonomía del país.
En esta subordinación en temas de seguridad y migración, México se ve forzado a responder a exigencias externas en lugar de definir sus propios lineamientos, como, por ejemplo, evitar que infinidad de migrantes entren a México a través de su frontera sur para que no se vayan a su frontera norte.
La narrativa oficial, que intenta enmascarar dicha situación como una muestra de habilidad negociadora, oculta una debilidad profunda en la capacidad del gobierno para actuar en condiciones de igualdad en la arena internacional.
La incapacidad para negociar sin ceder soberanía se extiende también al manejo de la seguridad interna. Un ejemplo paradigmático y absurdo, muestra clara de la incapacidad de la actual presidenta —con A— de que no tiene la menor idea de lo que es seguridad, junto con su chico súper poderoso Omar García Harfuch, fue cuando ella fungía como jefa de Gobierno de la Ciudad de México (CDMX) y ordenó el despliegue de 6,000 elementos de la Guardia Nacional para cuidar las instalaciones del Metro.
Lejos de ser una solución integral, esta medida refleja una respuesta reactiva y fragmentada ante una crisis de violencia que lleva años en ciernes y que se agudizó en el gobierno de su antecesor y mentor, Andrés Manuel López Obrador. La falta de estrategias coordinadas y preventivas, o para ser más claro, la falta de voluntad para enfrentar al crimen organizado, evidencia que el gobierno actual opera más como cómplice y como un administrador de crisis que como un verdadero gestor de seguridad.
Esta deficiencia pone en riesgo a los ciudadanos y alimenta la percepción de un Estado incapaz de proteger sus propios intereses sin recurrir a una solución y, por consiguiente, al derrumbamiento entero de la nación.
La problemática del tráfico de armas, en la que se señala frecuentemente a Estados Unidos como el principal proveedor de armamento, es una muestra clara de las fallas en el control fronterizo y la corrupción en el sistema de aduanas mexicanas, que facilitan que armas de alto calibre crucen la frontera sin mayores impedimentos.
Los “coladeros” en las garitas, alimentados por prácticas corruptas, permiten que los grupos criminales se fortalezcan y operen como Pedro por su casa, y más cuando se les defiende, con exagerada insistencia, desde el gobierno, con abrazos y no balazos, recitando que no son grupos terroristas.
Al centrar la narrativa en el origen estadounidense del armamento, el gobierno descaradamente desvía la atención de su propia responsabilidad en la inoperancia y falta de rendición de cuentas que han deteriorado la seguridad nacional. Este desequilibrio en el control fronterizo muestra cómo la dependencia de recursos y medidas externas es un obstáculo para establecer políticas de seguridad efectivas.
La suma de estos factores —la dependencia en la negociación de acuerdos comerciales, la respuesta ineficaz ante la inseguridad y la permisividad en el control fronterizo— revela un modelo de gobernanza basado en la sumisión a intereses externos, que los despistados no tardaron en calificar como un triunfo de la presidenta mexicana.
Cada vez que se firma un acuerdo condicionado a la colaboración en asuntos que deben gestionarse de manera autónoma, se envía un mensaje claro: México no posee la capacidad ni la voluntad de defender sus propios intereses, y más cuando la legitimidad del actual gobierno se ve ensombrecida por la posible injerencia que tuvo el narcotráfico en su llegada al poder.
Esta situación crea un precedente peligroso, ya que perpetúa la imagen de un país que negocia desde la debilidad y que, en última instancia, sacrifica parte de su soberanía a cambio de concesiones temporales, por más que el gobierno actual diga lo contrario.
La dependencia en la política exterior tiene repercusiones directas en la percepción interna y en la confianza de la ciudadanía, en gran parte cómplice, hacia sus instituciones. La frustración de ver cómo se ceden prerrogativas en temas tan cruciales como la seguridad y la economía, alimenta el descontento social y la sensación de vulnerabilidad.
La población, cansada de enfrentar una realidad en la que las decisiones fundamentales se toman en función de presiones externas, demanda un cambio profundo en el modelo de gobernanza, demanda que se diluye cuando se trata de que todos vayan a votar para elegir a sus servidores públicos y solo acuda una minoría.
El Estado mexicano debe recuperar la capacidad de negociar, si alguna vez la tuvo, desde una posición de igualdad, en la que sus políticas se definan en función de los intereses nacionales y no como respuesta a las exigencias de una nación extranjera.
El desafío no reside únicamente en corregir errores operativos o en mejorar los protocolos de seguridad, sino en una transformación integral del aparato estatal. Se requiere un compromiso real con la transparencia, la rendición de cuentas y, sobre todo, con la reconstrucción de una política exterior que sea autónoma y que priorice la soberanía. Solo a través de reformas profundas en las instituciones y en el liderazgo se podrá revertir la tradición de sumisión que ha marcado las negociaciones bilaterales.
El país necesita establecer acuerdos que respondan a sus propias necesidades, sin depender de concesiones que debiliten su integridad territorial.
La reciente experiencia negociadora con Estados Unidos es un reflejo inequívoco de la incapacidad del gobierno actual para alcanzar acuerdos sin incurrir en subordinación. La prórroga arancelaria, la gestión fragmentada de la seguridad interna y la permisividad en el control fronterizo son síntomas de un modelo de gobernanza que se fundamenta en la dependencia y en la debilidad institucional.
México debe emprender una reforma profunda que fortalezca sus instituciones y le permita negociar desde la igualdad, recuperando así su soberanía y la confianza de su pueblo, lo cual resulta extremadamente difícil si tomamos en cuenta que los encargados de ello siguen siendo los mismos políticos mediocres de siempre de cuyos nombres y apellidos prefiero no acordarme, pero que rezo todos los días para que les vaya como se porten.
¡Hasta la próxima!