Por Sibylle Hayem*
La larga búsqueda de la documentalista y fotógrafa Paulina Lavista, hija del prolijo compositor mexicano Raúl Lavista, por hallar el acervo de su padre concluyó en el año de 1996, cuando un editor sincrónico de cine le dio aviso de unos materiales magnéticos diversos en estado de descomposición que habían sido abandonados por años en un cuartito ubicado justo a un lado de la sala de grabación de los Estudios Churubusco Azteca.
Paulina me contactó inmediatamente, sabiendo mi labor como sonidista cinematográfica. Las dos acudimos al sitio y en efecto encontramos una bodega con cintas y latas de piso a techo, amontonadas sin ningún orden, en medio del olor típico de todo material cinematográfico en descomposición, el del llamado virus del vinagre.
Por encima de ello, Paulina Lavista felizmente encontraba allí fragmentos de las películas que musicalizó su padre: Macario, La sombra del caudillo, El esqueleto de la señora Morales, la Rosa Blanca, Santo contra las mujeres vampiro.
Tras el hallazgo, a petición de la familia Lavista y gracias al apoyo de Rafael Tovar y de Teresa –entonces titular del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes–, de Alejandro Pelayo –director de la Cineteca Nacional– de Alfredo Joskowicz –director de los Estudios Churubusco Azteca–de Diego López -director del Instituto Mexicano de Cinematografía y de José Luis Martínez –cabeza del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes– se me asignó la responsabilidad de cuidar a partir de entonces ese acervo musical del cine mexicano.
Desde el final de los ochenta, la industria cinematográfica mundial comenzó a operar una transición de los formatos analógicos a los digitales. Las instituciones internacionales estaban preocupadas por la preservación de los soportes fílmicos y empezaron a difundir información al respeto.
Aun así, me fue difícil convencer a los directivos de los Estudios Churubusco para, además de hacer un trabajo de limpieza y catalogación, comenzar un proceso de digitalización que garantizara la protección de un patrimonio que hasta entonces se había resguardado en condiciones pésimas.
La cantidad de cintas –unas 8 mil– era suficientemente abrumadora para que cualquier historiador pudiera concluir que allí dormitaba una parte importante de la historia cultural del país. Si bien con ese ejemplo los funcionarios de distintas oficinas pudieron haber remediado las negligencias que se contraponían a la preservación de la memoria y del pasado, desde 1997 a la fecha la respuesta no se ha dado.
Para nuestro caso, los ingenieros y técnicos del departamento de sonido de los Estudios Churubusco fueron de gran ayuda. Tal vez al recordar los tiempos pasados surgieron los recuerdos, que remontaban a una época gloriosa en su quehacer cotidiano. Desde el principio hubo un gran asombro en cuanto a la calidad de la música y la proeza técnica de la grabación que recién se habían descubierto.
En los Estudios Churubusco operaba el Sindicato de Trabajadores de la Producción Cinematográfica (STPC), y en la rama de música se encontraba la sección IV, la de los filarmónicos, que incluía atrilistas y compositores.
Como compositor, en el mayor de lo absurdo, para ingresar al gremio se tenía que haber tenido experiencia de composición para cine, y para tener esa experiencia se tenía que ser sindicalizado. Una de las cláusulas para los agremiados obligaba a que los compositores debían crear música sinfónica para gran orquesta, de lo contrario eran desplazados. Así se entiende que los principales compositores del cine apenas fueran cinco, y que hicieran suya la creación musical de toda una época.
Pero ¿quiénes eran esos compositores de música sinfónica?, ¿dónde se habían formado?, ¿cómo llegaron a la pantalla grande? Muchos desconocían sus nombres, como ocurre hasta ahora; debo decir que para mí fueron de gran ayuda un libro sobre producciones de los Estudios Churubusco –editado por la misma institución–, la Enciclopedia del cine de Emilio García Riera y, desde luego, mi propio oído.
No pretendo hablar de las obras en sí. En realidad, mi trabajo consiste en salvar los contenidos, encontrar bodegas a punto de perderse, rescatar cintas cuyo destino era el bote de basura para que musicólogos e investigadores tengan material de estudio: volver a dar vida a un eslabón de la vida cultural del país.
La grabación más antigua que encontré en aquella bodega fue del año 1956. Era correspondiente con el momento de la llegada a México –y por ende a los estudios cinematográficos más modernos de América Latina– de los primeros materiales magnéticos. Hasta entonces, la música de cine se grababa o en una película óptica negativa o en un disco de corte directo. Poco a poco fui descubriendo un mundo sonoro inexplorado en el país, cuando ya para 1997 la música cinematográfica era un género per-se por doquier.
Gracias a que corrió el rumor de que alguien quería rescatar la música de cine resguardada en bodegas, pude recibir cintas de varios estudios, principalmente de los Estudios América, donde operaba el Sindicato de Trabajadores de la Industria Cinematográfica (STIC) y a la cabeza de los filarmónicos el músico Enrico Cabiati, participante en 147 filmes.
La música de cine solía tener dos vertientes: la música de fondo, sinfónica, grabada sincrónicamente frente a la pantalla, y los playbacks. Los playbacks se grababan con antelación y eran reproducidos en el set. Asombra escuchar nueve tomas de los hermanos Valdés con Luis Aguilar, entender la progresión en cada una de ellas, los errores, la frustración, las risas, etcétera, con Pedro Vargas, Lucha Villa, Agustín Lara, Cuco Sánchez, Lola Beltrán, Celia Cruz… acompañados de los mejores mariachis y tríos. La lista es de más de 2 mil playbacks.
Mi hilo conductor se desarrolló en torno a aquellos cinco compositores, con el objetivo de dar coherencia a su creación artística, siempre contemplando futuros usos, ya sea de análisis o difusión. A la cabeza estaba Manuel Esperón, uno de los músicos más destacados –quizás el más famoso– cuya obra de más de 900 canciones y 600 películas imperdonablemente está completamente olvidada.
Me dediqué entonces a Raúl Lavista, de amplia formación académica y trabajo en 347 filmes que marcaron la historia del cine, como Dos monjes, Macario, Los resbalosos, La sombra del caudillo, Hasta el viento tiene miedo; Antonio Díaz Conde, que cursó el conservatorio en España y colaboró en más de 250 películas, entre ellas Dos corazones y el cielo, Las tres coquetonas, Tres Romeos y una Julieta y Los Sánchez deben morir; Sergio Guerrero, quien tuvo una influencia más visible en películas urbanas, pues era excelente jazzista y compositor clásico, lo que invirtió para hacer 260 películas, como La nave de los monstruos, El cofre del pirata, El proceso de las señoras Vivanco, El teatro del crimen, y Gustavo César Carrión, que se ocupó de todo tipo de cintas, creando un catálogo que incluye la mayoría de las películas de Mario Moreno Cantinflas.
A pesar de recursos limitados, de contratos laborales aleatorios, perseguí mi objetivo de salvar y resguardar la memoria sonora del cine mexicano. En 2002, todavía sin apoyo digno y sin la más mínima curiosidad institucional, aunque teniendo ya digitalizadas mil 250 películas en 487 soportes digitales, lo cual representa alrededor de 7 mil soportes sonoros, tuve que atender otras prioridades.
Retorné a la tarea en 2016, cuando fui llamada nuevamente por Rafael Tovar y de Teresa para hacerme cargo del acervo en los Estudios Churubusco.
Así pude confirmar que en 15 años ni se había digitalizado una sola cinta ni existía una sola relación del material existente; más aún: habían saqueado la bodega. Reinaba otra vez un desorden total, en un espacio sin ventilación, lleno de polvo. Así seguía mi “montón de basura”, como alguien me dijo en tono irónico.
Si bien varias personas habían dirigido los estudios, ninguna de ellas demostró el más mínimo interés en la conservación de los materiales; se había silenciado la existencia del acervo, y por ignorancia y desprecio del patrimonio cultural ni siquiera protegieron el equipo histórico de grabadoras-reproductoras, que terminaron vendiendo a un peso por kilo de metal.
De más está subrayar que en ese contexto era inútil pedir la construcción de una bóveda adecuada y aplicar las normas internacionales de preservación, más allá de que las cintas estuvieran a un paso de una destrucción definitiva.
Con tal realidad, volví a limpiar estantes y carretes; eso sí, sin un contrato laboral estable, siempre dependiendo del ánimo y los caprichos de funcionarios. Al tiempo recibí por fin una computadora y me di a la tarea de establecer la primera base de datos del acervo, la única hasta la fecha que guarda la relación director, película y compositor.
Con ello en las manos, sin contar con el apoyo de la comunidad cinematográfica, me dirigí al Comité Mexicano Memoria del Mundo de la Unesco, lo que llevó a que “las grabaciones originales de la música compuesta específicamente para el cine mexicano (1957-1978)” recibieran el reconocimiento Memoria del Mundo (México) en 2018.
Entonces se firmó un convenio para que dichas grabaciones estuvieran a salvo en la Fonoteca Nacional, y parte de su traslado se efectuó entre julio y diciembre del 2018.
Pensé que por fin había llegado a un desenlace feliz por tantos años de labor: sin un programa presupuestal de preservación para una colección tan específica y en ausencia absoluta de una política cultural sostenida, pensé que se había dado un paso importantísimo para salvar el acervo.
EL FIN DE LA HISTORIA
En la víspera de navidad del 2020 los trabajadores del famoso capítulo 3000, que cobramos por honorarios, recibimos el brusco aviso de los directores de área sobre un recorte del 80 por ciento del presupuesto, lo que llevaría a no disponer de nuevas contrataciones.
Se trata de una verdadera catástrofe. De un plumazo se ha despedido a cerca de cien trabajadores altamente calificados, especialistas responsables de mantener en las condiciones óptimas los 500 mil soportes que ahora están en riesgo de perderse de manera casi irremediable; están en peligro así 10 años de trabajo de digitalización, catalogación, difusión. Y se ha sacrificado el renombre internacional que la fonoteca de México había ganado a nivel mundial.
En particular, parece que el golpe de gracia llegó al acervo sonoro cinematográfico. Sin nadie que lo vigile, que continúe con su proceso de digitalización (el avance era de apenas 20 por ciento), que lo migre al sistema de almacenamiento masivo de la fonoteca, este patrimonio quedará callado para siempre.
Insisto en que representa un fragmento de la Historia de México, el de la Época de Oro del cine nacional, ya de por sí reducido por circunstancias como la pérdida de los soportes antiguos, el incendio de la Cineteca Nacional en 1982 y, cosa no menor, el desprecio constante de los funcionarios responsables. Hoy por hoy, se calcula que ha sobrevivido el 30 por ciento de toda la música compuesta para el cine nacional. Con la amenaza de desmantelamiento de la Fonoteca Nacional, la pérdida será total.
El golpe a la Fonoteca es ilegal, ya que en el Artículo IV Constitucional suscribe que toda persona tiene derecho al acceso a la Cultura y al disfrute de los bienes y servicios que presta el Estado en la materia, así como al ejercicio de sus derechos culturales. El Estado, por ley, debe promover los medios para la difusión de la cultura, atendiendo la diversidad de sus manifestaciones.
Con el cambio de gobierno en 2018, Pável Granados Chaparro se convirtió en el nuevo director general de la Fonoteca Nacional. Escritor e investigador reconocido, Granados Chaparro también se desempeñó cumpliendo funciones bajo el rubro de contratación del capítulo 3000, al igual que todos los trabajadores de la institución que hoy encabeza, los mismos que hemos sido despedidos.
Al encabezar esta institución tan prestigiosa, Pável Granados tendría que defender un acervo único, preservarlo y, a su vez, enaltecer el papel de los trabajadores profesionales que con su alta calificación honraron la construcción de lo que todos conocen como “La casa de los sonidos de México”.
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*Sibylle Hayem estudió en la Ecole Nationale Superieur des Beaux Arts de Paris, Francia. En 1977 comenzó su carrera de sonidista. Ha trabajado en el Instituto Nacional Indigenista (hoy CDI), la UNAM, la SEP, y en televisoras nacionales y extranjeras, como France 2 y HBO. Su labor ha cambiado la concepción del espacio sonoro en la producción de documentales mexicanos de la envergadura de Poetas campesinos, El Niño Fidencio y Teshuinada: semana santa Tarahumara, todos dirigidos por Nicolás Echevarría. En 1997 comenzó el rescate del acervo sonoro cinematográfico de los Estudios Churubusco-Azteca, haciendo labores de conservación, restauración y documentación. Con la inquietud del reto de la preservación digital implementó un programa de digitalización pionero en el medio de los patrimonios sonoros de México. El acervo rescatado forma parte de la Memoria del Mundo (México) de la UNESCO desde marzo de 2018. Hasta diciembre de 2020 fue coordinadora de los mencionados trabajos de digitalización y documentación de la colección “Acervo sonoro del cine mexicano” en la Fonoteca Nacional.
(Texto completo publicado en el periódico El Economista el 15 de enero del 2021 y reproducido aquí con autorización de la autora).